Sí, con rock and roll acelerado se abre el álbum. Pero rock sucio. Rock, ahora ya se puede decir, con las señas de identidad propias de su autor, esas que encontró en, precisamente, El viaje a ninguna parte, el fascinante disco al que pocos parecieron prestarle la debida atención. Allí estaba la semilla de un sonido netamente Bunbury, pues canciones como "Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha", "Los restos del naufragio", "Lo que queda por vivir" o "La señorita hermafrodita", sin saberlo nosotros, estaban sentando las bases sobre las que Enrique fundamentaría una manera de aproximarse al rock, con volumen, con la voz escupiendo más que cantando (¡esas escuchas de Dylan!) y con un cierto desaliño melódico e instrumental.
Justo las claves con las que "El hombre delgado que no flaqueará jamás" (título con ecos dylanianos) inaugura Hellville de luxe, pero ahora con un órgano –que acompañará a toda la primera parte del álbum– y unas guitarras salvajes en primer plano. "Soy un explorador solitario que perdió la brújula y el mapa, y ustedes me han visto siempre en acto de servicio, dándolo todo, a punto de perder la vida" son los primeros versos que canta Bunbury, soltando palabras a borbotones, olvidándose por momentos de la métrica. Casi siete minutos, en los que suenan hasta palmas rítmicas, que son como una declaración de intenciones en la que entre versos canallescos se entregan retazos de la personalidad de su autor. "El cantante se siente como en su casa en cualquier escenario de la ciudad".
Pero sigue el rock, y los primeros compases del medio tiempo "Porque las cosas cambian" parecieran estar firmados por la vieja E Street Band de mediados de los 70. El ritmo engancha inmediatamente al oyente y Enrique canta sacando afuera su mejor perfil de baladista rockero en la que es una de las grandes canciones del disco. Un tema que habla sobre el paso del tiempo y que –y será la tónica del álbum– adquiere aires confesionales ("Éstas son mis credenciales no hay males que duren más que yo, y prefiero rock and roll, no me conviene estar callado"), aunque también sale el crítico social: "porque las cosas cambian y no estamos aquí de visita, espero que me permitan que les contradiga un poco. Porque las cosas cambian, y cuidado, que nos vigilan la policía de lo correcto y las buenas costumbres de hoy". La guitarra, en los segundos finales, ya no es que sea rockera, sino que parece premeditadamente rockista, casi tópica, como si Bunbury buscara recuperar las claves del rock and roll más básico. ¡Y esta producción la firma el exquisito Manzanera!
Ahora arriban consignas para el derribo, para los corazones pisoteados: "ya no creo en los anuncios de felicidad" entona en "Bujías para el dolor", con el órgano bien en primer plano y la guitarra punteando. Y entra un estribillo que será coreado con energía en directo, uno imagina los brazos en alto del público, las voces: "Virgen del Carmen, patrona del mar, paraíso perdido en algún lugar, contrabando de amor...". Rock, joder, hasta en los medios tiempos este disco supura rock. Y ahora vienen más riffs, duros y violentos que caen como un hacha. Llama la atención la dicción de Enrique, que siempre se sintió orgulloso de que se le entendiera con claridad pero que aquí parece renunciar a ello en pos del dramatismo vocal. Y es que es difícil escupir y preocuparse porque se te entienda lo que dices.
"Todos tenemos algo que esconder, o no, todos tenemos algo que decir, o no. Pero nada puedo mostrar y nada podría mostrar si no fuera por ti" canta en "Si no fuera por ti", un tema en el que la sección rítmica parece sacada de un disco de hard industrial, pero llevado hacia un punto épico. Las afiladas guitarras siguen pegando con nervio sobre una oscura letra que va al encuentro de licores y noches desoladas.
Atención, que viene "Hay muy poca gente", un temazo. Con intro instrumental fabulosa, con la banda sonando compacta. Entra la voz del mejor Bunbury y los pelos se erizan: "Me gustaría poder girar como un carrusel o seguir la corriente y cruzar el puente de la incomunicación, y saludar desde el balcón sonriendo como los artistas en las revistas del corazón. Me gustaría celebrar y brindar por la navidad, vacaciones en familia y prepararles la comida, una barbacoa al sol y tarde de televisión, pero ese no es mi estilo, y es tarde ya para cambiar". El vibrante estribillo es casi pop en esta canción narrativa-confesional: "Nada puede dañarme con mis amigos, nadie puede, nada puede. Las palabras no sirven para nada. Empiezo a pensar que en realidad hay muy poca gente". Enrique, la persona, crece y Bunbury, el autor, alza acta de ello. Hay amargura en este disco, visiones poco optimistas del mundo. Consideraciones sobre la soledad y las cuestiones que importan de verdad.
"El porqué de tus silencios" cierra la primera parte del CD. Es un tema tranquilo, casi delicado pero todavía eléctrico, cadencioso, con una gran letra, pero no adelantemos nada, que lo descubra el oyente. Arreglos muy cuidados, con sus filigranas beatle y una guitarra muy harrisoniana.
LA SEGUNDA CARA
Si este fuera un viejo disco de vinilo, ahora tocaría darle la vuelta, ponerlo en el plato y descubrir que esta primera cara era la rockera, la más guitarrera, la más eléctrica. La segunda supone la calma tras la tempestad. Ahora llega una tanda de canciones cuyo sonido –plenamente integrado en esa controlada suciedad arenosa que hemos venido escuchando– baja de intensidad, abandona los guitarrazos eléctricos y opta por darle protagonismo al dobro, la mandolina, las guitarras acústicas, el acordeón, la armónica... para asumir una cierta estética de folk norteamericano que, una vez más, enlaza con algunas etapas de Bob Dylan.
El primer tema de esta segunda parte es "Doscientos huesos y un collar de calaveras", que se abre sólo con voz y guitarra, y se van introduciendo más instrumentos poco a poco, pero con mucho tiento. Es una canción de amor, quizás la más dulce de todo el álbum: "Tus doscientos huesos y un collar de calaveras para que sepa volver y volverte a encontrar. Deja que pueda traer alivio a tu boca y tu nariz. Y no desaproveches una buena erección. Cada palabra tuya cual imagen devota y la lluvia cayendo por el borde de mi sombrero [...] Y yo que he dormido contigo, puedo afirmar que hasta las pequeñas discusiones fueron contigo algo estupendo". Bunbury canta con intención, con pasión. Esto es amor.
"Irremediablemente cotidiano" por momentos tiene ritmo de bolero pero sin serlo, mientras que las guitarras parecen deudoras del sonido patentado por Marc Ribot. Otra buena canción tranquila que transita por diferentes estados musicales. "Nos salvaremos juntos o nos hundiremos, cada uno de nosotros por su lado, los de arriba siempre se sientan en los de abajo".
Sigue la calma en la muy campestre "Canción cruel". Una hermosa letra sobre las supuestas verdades que nos hacen creer los medios, sobre el paso del tiempo y que incluso nos invita a abrirnos a nuevos sonidos. La instrumentación es mínima: guitarra acústica, dobro, banjo, armónica... "Y el tic tac del reloj marca tus horas, cuenta hacia atrás. ¿Cuánto crees que te quedará?". Una gran canción.
En "Todos lo haremos mejor en el futuro", opta Enrique por recurrir a su onda más tomwaitisiana, con la voz impostada para un tema sobre la barbarie del ser humano ante la destroza del planeta. Hay crítica enfocada desde la ironía: "Todos lo haremos mejor en el futuro, así se le hace frente a la subida del mar. Lo que no acabe con las especies nos hará mucho más fuertes. Que la gente encuentra luz en medio de la desesperación". Al final, un coro se une para seguir lanzando consignas irónicas: "Todos lo haremos mejor en el futuro y mi destino es el despilfarro, y el ahorro, jamás, jamás".
El cierre del álbum llega con "Aquí", otra pieza de folk norteamericano ahora con la voz tratada. De fondo mandolina, acordeón, banjo. Canción sobre las pequeñas cosas que importan, sobre el descanso del guerrero. "Aquí me quedo, aquí con ella, aquí que tampoco es la vida real, aquí que no es un infierno". Broche de oro.
RESUMIENDO
¿Conclusión? Enrique ha gestado un álbum no demasiado amable para estos tiempos de sonrisas impostadas, de miradas hacia los costados para no ver de frente. Es decir, éste no es un disco demasiado radiable, en el que a su autor no le ha importado que ninguna canción baje de los cuatro minutos. Un buen trabajo que pide más de una escucha, en el que la intensidad de la primera parte puede confundir en un primer momento, dando la impresión de que Enrique hubiera abrazo una vez más la religión del rock olvidando sus creencias en otros géneros. Y no es así, la segunda parte lo confirma, lo que pasa es que la mirada hacia la raíz ya no es mediterránea o latinoamericana, ahora explora la botánica norteamericana.
También llama la atención –en estas primeras y urgentes escuchas– que en un disco de sonido tan natural la producción sea de Phil Manzanera, pero quizás su trabajo haya sido el de poner orden, saber cuándo la aridez debía dejar paso al terciopelo din dar un traspiés en el intento. Y lo ha conseguido. Lo han conseguido. Seguramente Bunbury seguirá buscando y girando en próximas entregas, pero ya tiene una voz propia. Una identidad. Un sonido que es como ese necesario faro con el que alumbrar el rumbo para no estamparse contra el rompeolas.
FUENTE: EfeEme
Gracias, Gustav
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