El procedimiento establece que la petición del autor se presente dos años antes de la fecha de finalización del control de las discográficas o en los cinco años siguientes. Eso explica que, en 2013, algunos artistas previsores esperan recuperar obras lanzadas en 1978, incluyendo los derechos editoriales, más rentables ahora mismo que la venta física o digital. La cosecha del 78 incluye Darkness on the edge of town (Bruce Springsteen), Excitable boy (Warren Zevon), C'est Chic (Chic), Stardust (Willie Nelson) o los primeros discos de Van Halen, Prince y Devo, sin olvidar las bandas sonoras de Grease y El último vals.
Está por ver si la cláusula abarca a músicos foráneos: en 1978, en EE UU triunfaban AC/DC (Powerage), Bob Marley (Kaya) o The Police (Outlandos d'amour). No se aplicaría, desde luego, a Paul McCartney o los Rolling Stones, que ya son poseedores de sus masters. Sabemos que en la Oficina de Copyright de Estados Unidos se han presentado demandas de Dylan, Kristofferson, Tom Waits, Bryan Adams o Tom Petty. Pesos pesados como Springsteen y Billy Joel pueden estar negociando fuera de los focos: ambos están casados con la misma discográfica -Sony, en su actual denominación- y no querrían un divorcio a cara de perro.
La postura de las compañías, agrupadas en la RIAA (iniciales en inglés de la Asociación Americana de la Industria Discográfica), es radical. Y se comprende: los discos clásicos son una mina de oro dado que se siguen vendiendo sin esfuerzo, aparte de los ingresos por su uso en cine, televisión o publicidad. Universal ha ganado un pleito promovido por los herederos de Bob Marley, que buscaban hacerse con los elepés que Island editó antes de 1978. Por tanto, ni una concesión: se consideran dueños de los discos ya que -aseguran- los artistas eran empleados contratados.
Se trata de un argumento cojo: los artistas no disfrutaban de nada parecido a un contrato laboral. Al contrario: pagaban, con sus futuras regalías, el coste de elaboración de sus creaciones. En realidad, las discográficas funcionaban -y funcionan- como un banquero tolerante pero implacable. Los artistas pedían (piden) dinero para grabar, girar, vestirse o mejorar su nivel de vida. Incluso con un éxito mundial, un grupo puede pasar meses en una relativa pobreza mientras sus millones transitan -lentamente- por las complejas cañerías del business. Eso viene bien a las discográficas: les da poder incluso sobre sus niños más díscolos (recuerden la dependencia de The Clash respecto a CBS). Los adelantos se pagan con royalties, pero eso no significa que, una vez liquidados, recuperen sus obras. Simplificando: aunque pagues la hipoteca, al final el piso sigue siendo del banco. La misma entidad que, además, determina cuánto debes.
Llegados a este punto, los disqueros ya no sonríen. Se niegan a reconocer el pecado original de la industria musical. Las convenciones universales que rigen el copyright parten de un congreso realizado en Roma en 1933. La Federación Internacional de la Industria Fonográfica se fundó en la Italia fascista por motivos inconfesables: como explica Donald Sassoon en su monumental Cultura. El patrimonio común de los europeos (Crítica, 2006), el Estado corporativista de Mussolini prefería potenciar las empresas culturales, finalmente más manejables que los artistas, tan caprichosos y rebeldes. Desde entonces, las reglas del juego favorecen nítidamente a discográficas y editoriales. Situación que puede empezar a cambiar si cunde el ejemplo de los "derechos de terminación".
FUENTE: El Pais
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